Si
comparamos la visión actual del trauma con la que se tenía antaño veremos que
ha evolucionado considerablemente.
Muchos
profesionales del campo de la salud mental -psicólogos, psiquiatras,
investigadores...- han invertido conocimientos, esfuerzo, tiempo... en esta
área y de alguna manera su empeño se ha visto felizmente secundado por un
importante auge en el sector de la neuroimagen.
Así
pues lo que anteriormente desde la perspectiva del clínico se podía suponer no
dejaba de quedarse atascado, la mayoría de las veces, en el mundo de las
hipótesis. Sin embargo, en la actualidad podemos ver qué sucede en nuestro
cerebro cuando resulta impactado por un evento que nos desorganiza o incluso
podemos llegar a efectuar estudios pre y post terapia comprobando de qué manera
reaccionan las estructuras cerebrales a los tratamientos que se aplican al
paciente.
Así
las cosas, metafóricamente hablando, podríamos decir que el trauma presenta su
hardware y su software...
Cuando
una persona recibe un impacto emocional traumático o cuando un individuo tiene
que soportar durante un largo tiempo unas condiciones de vida traumáticas, las
estructuras cerebrales no se quedan igual, reaccionan de otra forma distinta a
cómo hubieran reaccionado en caso de tranquilidad sin amenazas. En estas
situaciones se generan potentes descargas de neurotransmisores que bloquean