El milagro de la maternidad implica a dos
seres vinculados de por vida con tal intensidad que se les considera como una mágica
parte esencial de algo; integrantes de un todo que no es poco, de la llamada
díada materno-filial.
Con el paso del tiempo, el concepto maternidad
ha ido evolucionando y de unas culturas como la griega y la romana en las que
aunque lo tenían presente, al parecer, se carecía de vocablo que definiera ese
constructo, se transitó a épocas como la baja Edad Media en la que se le daba
valor por el mero hecho de traer hijos al mundo para de esta forma poder
regular el equilibrio demográfico que se tambaleaba debido a la gran mortalidad
existente.
Más cercano a nuestros días, el pensamiento
de Rousseau supuso un considerable hito ya que priorizó la relación emocional
entre madre e hij@s, sin embargo el papel educativo quedaba en manos del sector
masculino.
Un gran cambio de mentalidad se generó a partir
de las investigaciones del etólogo Konrad Lorenz y de los estudios efectuados
por los psicólogos John Bowlby y Mary
Ainsworth quienes analizaron la importancia del apego y que nos informaron y a
la vez alertaron en relación a la causalidad existente entre el tipo de apego
que tiene la madre y la trascendencia que este tendrá en la relación de apego
de su descendencia.
Así las cosas, hoy día sabemos la gran
importancia que tiene la estabilidad de la mujer en el proceso del maternaje; y
es que esta significación va mucho más allá del hecho de parir un hijo. Ese
equilibrio óptimo al que aspiramos los clínicos que trabajamos en esta área,
aspira a una homeostasis cognitico-emocional materna que redunde en equilibrio
para poder concebir ese hijo, para favorecer su implantación endometrial, para
sacar adelante una amorosa y serena gestación, para abordar el proceso del
parto de una forma integradora para ambos miembros de la díada, para...
En algunos casos, esa mujer que desea ser
madre presenta problemáticas emocionales encubiertas, a veces olvidadas, otras
veces sublimadas o quizás relativizadas que le permiten funcionar en su día a
día pero que, una vez trasladadas al área maternal suponen carencias, bloqueos
y afectan, por supuesto que afectan.
Y ¿en qué momento, la maternidad puede
funcionar cómo un parche?. Uno de las situaciones más flagrantes se da cuando
esa mujer presenta un problema de soledad irresuelto. Los clínicos del trauma
sabemos que probablemente debería profundizarse en la relación de apego que esa
aspirante a mamá tuvo cuando era niña. ¡Atención!, no nos sirve charlar sobre el
tema o efectuar horas de terapia hablando y hablando. Sabemos que habrá que
abordar y procesar terapéuticamente ese problema con un enfoque psicológico como EMDR, validado -a poder ser, por la O.M.S.- y que nos permita alcanzar la zona
emocionalmente purulenta conectada con ese trauma relacional que dormitaba en función de stand-by.
Si un problema con este cariz no se afronta,
la tarea pendiente puede seguir contaminando. Así las cosas, podemos
encontrarnos con madres movidas a control remoto por el mecanismo de la soledad
que la conducirá a apegarse con tal intensidad y asiduidad a los hijos que
éstos no podrán experimentar su individuación de forma óptima. Otra zona de conflicto
puede llegar a ser el ámbito de la pareja, buscando ella el embarazo por
necesidad propia sin tener en consideración los parámetros familiares
-económicos, laborales...- y cuando el hijo o la hija ya esté en edad
escolarizable, ella puede querer embarazarse de nuevo, y suma y sigue.
Cuando se usa la maternidad como parche, se
tapa un roto y en una rotura existe algo así como un vacío. Los hijos, bajo
ningún concepto deberían servir de relleno.